Esperé a que las gotas comenzaran a besar las aceras para lanzarme a recorrer las calles, para bajar al encuentro con la ciudad, para sumirme en el letargo del paseo tranquilo en un día plomizo.
Las gentes corrían a los portales y apenas quedaba un alma perdida alternando los pies por las desoladas rúas: la mía.
El sol invita al disfrute, a la vitalidad, a la búsqueda incansable de una diversión momentánea, de una felicidad infinita.
La lluvia, en cambio, proporciona el sosiego, el pensamiento, el encuentro solitario donde nada espera y todo fluye, como el agua que choca silenciosa contra el suelo y huye al refugio de las alcantarillas.
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